Aquello, de bosque, solo tenía el silencio, o eso pensaba yo. A mis ojos, en realidad, no era un bosque porque la druida, aún por llegar, no había sacado los pájaros de su maleta, y porque a los libros de los estantes no les habían crecido las ramas. Los niños no habían echado raíces y por las cortezas del cuento aún no subían las hormigas.
Tenía, sí, de bosque —aquella biblioteca— las columnas y la luz y la brisa que entraba por las ventanas y, lo más importante, la promesa de una druida. Llegó primero la maleta y después ella y, tras ella, su voz, como de canto rodado arrastrado por la corriente fría. Temimos todos por su voz, pero nadie por su maleta, que rebullía de trinos y gorjeos; de piñones, cuchicheos y serreos; ululares, trisados y ajeos; de gañidos, chirridos y cantaleos, y que presagiaba, con ese festival contenido entre sus cuatro paredes de cartón, el fin de ese silencio que yo al principio había considerado algo propio del bosque. Y nada más lejos.

Tras ella entraron los niños y las niñas que habían venido, no a escucharla, sino a asistirla en su ritual-conjuro en virtud del cual convertiríamos aquella biblioteca de barrio en el bosque prometido. Y en seguida, nada más ocupar sus asientos, sus pies minúsculos enraizaron como se arraiga un poema al surco labrado en soledad, a la tierra que amalgama las piedras de un brocal, al manto que cubre los restos de una despedida.

Enraizados los niños, la druida tomó el primer libro entre sus manos, y comenzó, con una voz que ahora era de corcha arrastrada por sobre un lecho de pinas, a desplumar poemas de pájaros inventados que siempre habían existido en el corazón del bosque: el Aburrillo Despeinao, el Kokorikó, la Yaya, el Elegante del Paraíso…
Sus cantos y sus magias se fueron esparciendo por el bibliobosque, ya en plena transformación, y los ojos de los niños y las niñas sujetaban en vilo los versos cuando las corrientes los soltaban sobre sus cabezas.

Y al cabo del Avecedario, ya habíamos pasado del bibliobosque a la bosqueteca. La maleta de la Druida yacía espanzurrada sobre una mesa escolar, vacía de trinos y pájaros, como una bóveda volteada por un terremoto. El Aburrillo se posaba en el hombro de un niño; el Elegante del Paraíso se embelesaba mirando su reflejo convexo en las pupilas de una niña; el Kokorikó vigilaba desde la ventana la venida de las nubes de las siete de la tarde.
Poco antes, la druida conminó a los niños y las niñas a que buscaran su rincón en el bosque y crearan su único y verdadero pájaro inventado. Y fue un espectáculo verlos arrancarse las raíces, desarraigarse como árboles milenarios empujados por el fuego a las afueras de sus lindes. Y consagrarse, como si no tuviera sentido hacer ninguna otra cosa, a ese acto gratuito de imaginar e inventar.

Y así nacieron el pájaro hilo y el pájaro sueño; el pájaro sol y el pájaro flor; el pájaro libélula y, cómo no, el pájaro caca. Y los niños y las niñas, listos ya para la partida, se demoraron unos minutos más para mostrar a sus padres y madres, y para el resto de animales que tuvimos la suerte de estar en ese momento en el claro del bosque, sus creaciones, y recibir de nosotros un aplauso que fue bramido y siseo, rebudio e himplido, berreo y ronquido.

Marcharon los niños y las niñas con sus pájaros inventados; marcharon los padres y las madres; marchó la maleta y, dentro de ella, los trinos y los ululares y los graznidos y los gorjeos, y, agarrada a ella, la druida, con su voz que ya era como el rozar del cantueso contra la ortiga. Poco a poco los libros recogieron sus ramas; las hormigas abandonaron, en procesión, la corteza del cuento; y la biblioteca, libre al fin del conjuro, se quedó vacía en medio de su barrio, preñada de un silencio que, ahora era consciente, nada tiene que ver con el silencio del bosque.