Claro, claro, fuimos allí porque allí nos habían citado. Era uno de esos lugares extraños que no sirven para nada urgente, y que están llenos de huecos que están llenos de libros que están llenos de historias. Sí, una biblioteca, eso es. Y de barrio, encima. Pues te lo estoy diciendo: fuimos allí porque allí nos habían citado, pero pensando que debía de ser una broma porque un sábado a mediodía, con el sol recién hecho y los bolsillos a rebosar de risas atrasadas, ¿quién se mete entre cuatro paredes, tan llenas de huecos tan llenos de libros?

Pero no era broma, sino bruma. De la biblioteca salía una misteriosa neblina, como de alcantarilla de Nueva York o de ciénaga maldita que olía, sin embargo, a Vicks Vaporub con jengibre. Escuchamos una cantinela suave y redonda, como de huevo duro sin cascarón, que salía por aquella portezuela entreabierta. La neblina se alzaba a cada tanto y después bajaba y emergían cabezas rubias y morenas, y caras repletas de bocas y ojos, todos abiertos como plazas de pueblo chico y con un brillo en el medio que debía de ser la fuente. Identificamos que la cantinela estaba hecha de versos, que son esas frases como ramas de encina, como trozos de corcha de alcornoque, como hojas de roble lobuladas color yema color tarde color ascua en el zapato. Vimos que ahí ya se nos estaba nublando el intelecto que tan bien cuajadito de ideas frescas y muy lógicas habíamos conservado toda la mañana, y al torcer la mirada y presenciar aquel aquelarre de rimas y primas, segundas y hermanas, perdimos entre la niebla la poca esperanza que aún conservábamos prendida en la solapa. ¿De qué? Pues de correr y vagar por el campo, o por las terrazas, o por las plazas y los parques, que es lo que uno ha de hacer cuando el sol está recién hecho y lleva los bolsillos a reventar de risas atrasadas.
Pero entonces, tonteando la broma, o tanteando la bruma, en busca de la esperanza caída, tocamos algo suave y blando y redondo que, contra todo pronóstico, no era un huevo duro sin cascarón, sino un ovillo. Y escuchamos:
Vals del mar
Ola la
viene y va
baila el mar
este vals.
Ola la
viene y va,
viene y va,
viene y va.

Y por encima del vapor de poesía que se nos entraba ya por los hocicos, vimos a la tal Beatriz, a la tal Beatriz que anunciaba el cartel, o el cártel, porque llegamos incluso a dudar de que un acto así respetara las leyes de la competencia y el libre mercado. ¿Así como? Tan redondo y suave; tan lleno de bruma y versos; tan en sábado a mediodía y entre cuatro paredes; tan… tan… tan poco urgente, en definitiva. La tal Beatriz —digo—, de apellidos Giménez de Ory, tomaba ramas de encina, pedazos de corcha de alcornoque y puñados de lobuladas hojas de roble, y hacía con ellos montañas en un equilibrio imposible. Y a esas montañas las llamaba poemas, y después las derrumbaba sobre los niños y las niñas, en cuyos ojos como plazas de pueblo chico se daban pregones y se dictaban bandos de libertad, y que atendían al alud como polillas a la luz.
Cuenta el náufrago
Un sol,
dos mares,
tres cocoteros,
cuatro volcanes,
cinco tesoros,
seis huracanes,
siete lagartos,
ocho alacranes,
nueve escondrijos,
diez soledades.

Y así fue pasando el tiempo, como un ovillo entre la niebla que se devana y se devana y nos ataba los tobillos con la suavidad de la lana. Hasta que, en un instante de cristal, Beatriz cerró el último libro de poemas y, con ese gesto taxativo, disolvió la bruma y nuestras dudas: habíamos pasado el mediodía entre cuatro paredes sin echar de menos los parques ni las plazas ni el campo que, en cualquier caso, nos esperaba con los árboles abiertos. Y vimos en los ojos plaza de los niños y niñas —que agarraban de la mano a sus madres para que estas no se perdieran— la misma fascinación que nos hacía a nosotros cosquillas en los hocicos. Así que caminamos junto a ellos hasta la salida y, aunque no podían vernos, les hicimos así con la cabeza y les susurramos muy cerca de los pies que, si prometían volver a Libros Como el Viento, nosotros lo prometeríamos también.